Bajaba a oscuras las escaleras y me asomaba por la rendija de la puerta a la luz de la calle. Vigilaba que no hubiera nadie que pudiera burlarse de mi delgadez, de mi cabeza rapada, y cuando no veía a nadie corría hasta la esquina que daba a la alameda. A veces podía oír detrás de mí, en mi veloz huida: ¡Ea, ahí va relámpago!
Una vez solo, me paraba, respiraba hondo y, ya en el mirador, gozaba de la belleza de los valles y las montañas sin sombra de humillación en la memoria. En esas lejanías me sentía a salvo. Aquella belleza no había sido creada por ellos, ni por mí. Nadie podía entenderlo, solo el éxtasis podía. Pero el éxtasis solo dejaba cenizas, percepción de ser, conciencia de haber sido. Ni un recuerdo en que apoyarse, ni memoria del camino.
La timidez me llevaba a crear espacios aislados, para no ser herido. Una reacción al miedo a ser lastimado.
Ahora comprendo que ese espacio existe, es real como la luz de la pantalla en que leo, pero, también, que no es un espacio separado del mundo. Su aislamiento es resultado de la huida (de la soledad del portal a la soledad del mirador), de la creación de un espacio intermedio (la calle, el sarcasmo de los vecinos, mi humillación, la misma huída).
Ahora, que el niño ya no corre, no se esconde, no tiene miedo a ser humillado, ha abierto de par en par la puerta y la luz, que antes se colaba por la rendija de su guarida prometiendo un mundo nuevo, ha descubierto todo un mundo más allá de los límites del monitor.
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