El mismo verano del pajarillo muerto entre las manos, los amigos de mis padres organizaron una fiesta. Después de comer y beber, al chistoso del grupo se le ocurrió organizar una procesión, pero como no tenían santo de palo, o consideraron idolatría utilizar uno de la capilla, a alguien se le ocurrió que el santo podría estar vivo. Quién mejor que un inocente niño. Cogieron una tabla del aula y me subieron a ella sentado en una silla, envuelto en una sábana. A mi alrededor ellos cantaban y reían con velas encendidas en las manos. Me llevaron por el pasillo desde el aula a la capilla. Yo estaba aterrorizado con la idea de caer desde la tabla, que se movía al compás de los borrachos, al suelo. No fue la última vez que alguien me subió a una mesa siendo yo un niño, solían hacerlo mis tíos y primos mayores en sus fiestas familiares para que contara chistes y, luego, en el extremo de la euforia y de las risas del vino me lanzaban al aire. Temía que antes o después me dejaran caer al suelo.
Antes y después, muchas veces me dejaron caer al suelo. Sin embargo, no ha ocurrido nunca ahora.
Muchas veces fue dejado caer, abandonado por los hombres, por el mundo, jamás por Ella. Aunque, luego, fui viendo que Ella no atendía siempre a los ruegos de su niño mimado. No bastaba con sentarse a esperar sobre la tarima como si uno fuera un santo. Los demás, que solo pretendían reírse un rato, ni siquiera estaban dispuestos a pagar por ello. Era preciso darles lo que esperaban, no cualquier cosa que a mi se me ocurriera. Pero para entregarles aquello que deseaban recibir tenía que volver a la tierra y ser como ellos. Y yo seguía en la tarima, sobre la mesa.
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